Desperté nuevamente transpirado por una pesadilla que se hacía cada vez más recurrente.
Prendí la luz de la pieza y me acerqué a la ventana.
La vieja casa de los Urrutia permanecía en la esquina de la cuadra, y me preguntaba hace cuánto tiempo que estaba ahí, deshabitada con la fachada cayéndose a pedazos, pero siempre inerte al paso del tiempo.
Desde que me mudé a la vieja casa de mis padres, mis inquietudes respecto a esa vieja casona empezaron a crecer y como si fuera una enfermedad, empezaron a afectarme.
En mi niñez, por culpa de un desafío, me animé a cruzar el jardín y por unos segundos observé el interior de la casa abandonada. No recordaba bien qué era lo que había visto y jamás lo hablé con nadie.
Pero la sensación de haber presenciado algo maligno, regresó en el momento que volví a fijarme en ella.
Los chicos del barrio hablaban mucho de lo que había dentro de la casa, pero creo que ninguno entró de verdad, apenas se animaban a pisar la vereda.
Me resultaba extraño, pero al marcharme del barrio, toda leyenda alrededor de ese lugar se había esfumado, y al regresar, los recuerdos empezaron a volver, uno detrás del otro. Y así la vieja casa de los Urrutia volvió a tener esa presencia, tan imponente, tan siniestra y eso comenzó a afectarme.
Comencé a hacer preguntas, y entendí que a los que vivían en esa cuadra no les gustaba hablar de ella. Pretendían ignorarla, hacer que no existía. Inclusive mi mamá, que se había mudado hace poco a la casa de su hermana, me cambió de tema rápidamente cuando intenté preguntar si en todos los años que no estuve en el barrio, jamás nadie intentó hacer algo con el terreno.
—¿Me repetís el sueño? —preguntó Leandro y encendió un cigarrillo.
Eran las once de la noche. Él había venido a cenar, y pocos minutos después de que le hablara acerca de lo que me estaba pasando, intentó ayudarme a su manera.
—Ya te dije, en el sueño llevo una bandeja de plata hasta una habitación y ahí la persona sentada en un trono extraño me dice que deje mi ofrenda y me retire. Siempre obedezco, y al llegar a las escaleras escucho que gritan mi nombre.
—¿Y cómo es esa persona?
—No la puedo ver bien, pero tiene unos ojos rojos muy grandes y creo que el pelo de color blanco que le llega hasta la cintura. Y la voz, cuando da la orden, es grave, muy grave.
Leandro me miró extrañado, y luego puso su gesto típico de psicoanalista, profesión que ejercía desde hace unos años.
—Es todo sugestión. Siempre fuiste de obsesionarte con las cosas, y esta casa trabaja como catalizador. Es entendible, porque desde que éramos chicos que esa vieja casa nos daba mucho miedo, pero de verdad me parece medio boludo que te afecte tanto un lugar abandonado.
—Gracias Freud.
—Vamos, vamos ahora a enfrentarte a tu miedo.
—¿Ahora?
—¿Qué pasa? Sí, ahora. Dale, no seas cagón. Tenemos 33 años boludo.
—Es inseguro, andá a saber si no hay algún tipo ocupando la casa y nos ataca.
—De estar ocupada, vos no tendrías toda esta teoría supernatural.
—Supernatural o no, ¿no te parece raro que nadie jamás hiciera algo con el terreno?
—Tal vez está caro, tal vez a la gente de plata no le interesa hacer algo en este barrio. Más raro estás vos hablando todo el tiempo de eso, prefiero ayudarte a vivir tranquilo y que vayamos ahora para que puedas comprobar que ahí adentro no hay nada. Ni ocupas, ni nada.
Por un momento pensé en discutir, pero él tenía razón. Jamás algo me había afectado tanto. La única manera de poder vivir tranquilo, era comprobar que en esa casa no había nada. Tal vez al darme cuenta que era solo un lugar abandonado, podría volver a dormir en paz.
Leandro fue haciendo chistes hasta que llegamos a la entrada del patio de la casa. Ahí su cara cambió y dejó de sonreír.
Contemplar la casa desde la vereda, con sus ventanas tapiadas, las rejas oxidadas y el pasto quemado que crecía dentro del terreno, provocaba que a uno se le helara la sangre, creyera o no en cuestiones sobrenaturales. Pensé en decirle que diéramos la vuelta, pero sin pensar lo agarré del brazo y comencé a caminar hasta la casa.
Habrán sido veinte pasos los que separaban la reja de entrada de la puerta de madera entreabierta que parecía darnos la bienvenida, pero al mirar hacía atrás, sentí que la distancia que habíamos recorrido era mayor.
—Che, tenés razón. Puede ser medio peligroso entrar a estas horas. Mejor vamos y volemos otro día —dijo Leandro girándose, pero lo apreté fuerte del brazo, pateé la puerta y entré arrastrándolo conmigo.
La casa por dentro era igual a lo que había visto en mis sueños. El sillón grande y negro con jirones, un libro con hojas arrancadas en el suelo, junto aunas velas negras y una copa volcada.
Como si la casa tuviera un sensor, al dar un paso dentro del salón principal una luz de color rojo se prendió en el primer piso, y juro que vi una sombra moviéndose por las escaleras, como si quisiera guiarnos.
Leandro ya no hablaba, pero tampoco oponía resistencia alguna a mi agarre, así que subimos por las escaleras y nos encontramos con el pasillo.
Las luces se apagaron, y en lugar de regresar sobre mis pasos, caminé en la oscuridad hasta llegar a la única puerta cerrada que había logrado ver antes de que la luz se apagara.
Escuché el gruñido violento y ansioso. Solté a mi amigo de la infancia y me alejé lentamente, aunque no podía verlo, podía imaginarme su rostro cubierto de lágrimas y su cuerpo temblando sin poder moverse, sin poder escapar.
Bajé las escaleras y escuché que pedía mi ayuda, al llegar a la puerta no escuché nada más.
Desperté nuevamente transpirado por una pesadilla que se hacía cada vez más recurrente.
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Me encanta la "magia" que envuelve este cuento. Tan cortaziano =)
ResponderEliminarGracias! Intenté darle ese estilo de cuento que utilizaba tanto Cortazar o Borges.
EliminarUna suerte de experimento !