Sr. Gull

 Mientras luchaba intentando separar la pierna izquierda del muslo del señor Aguirre con una sierra, David Gull sonríe y tararea la canción “Penumbras” de Sandro.
    
    Ya había separado los brazos y la pierna derecha. Los miembros, ahora se encontraban en una heladera portátil de color azul, ubicada a un costado de la mesada.
    
    Estaba en la cocina de la familia Aguirre. Al lado de la heladera azulada se encontraba una heladera de color rojo, que contenía los restos de la señora Aguirre.
    
    Finalmente, el miembro cedió a la fuerza. Tomó la pierna y la guardo junto al resto de los miembros amputados. Tomó el cuchillo de carnicero y abrió el pecho.
    
    Al igual que un carnicero separa un pollo para vender, él rompía las costillas, mientras se meneaba al ritmo de “Rosa”.
    
    —Este tipo sí que tenía buen estado —. Observó una voz dentro de su cabeza.
    
    Al terminar con la caja torácica del fallecido, se acercó al escritorio que había cubierto cuidadosamente con telas, para evitar que la sangre dejara alguna evidencia incriminadora, colocó cuidadosamente el cuchillo y agarró el hacha.
    
    Sacó el celular del bolsillo y puso a reproducir “por una cabeza” de Carlos Gardel.
    
    —Espero algún día termines con el asuntito este de poner siempre el mismo tema cuando estas por decapitar a alguien —dijo nuevamente la voz de su cabeza.
    
    —Es algo cabalístico—respondió en voz alta, mientras el hacha descendía para separar la cabeza del cuerpo.
    
    Una vez finalizada la tarea de guardar el cadáver, miró el reloj.  La una de la madrugada. Aun tenia tres horas de tiempo libre antes de ir a la draga de la ciudad, donde podía tirar los cadáveres al mar.
    
    Una ciudad como Mar Del Plata, es ideal para el arte de matar.  Al tener un gran margen de desocupación, es poco probable que encuentres mucha gente en la calle a las cuatro de la mañana que se interpongan en tu camino para deshacerte de un cadáver. Y dado a las maldades convertidas por los militares, si algún día un cuerpo era encontrado, había muchas chances de que adjudicaran el cadáver a un desaparecido.
    
    Mientras limpiaba sus utensilios, Gull creyó escuchar el llanto de un bebé que provenía de una habitación. Intentó ignorarlo, pero cada vez se hacía más fuerte.
    
    —Esto es imposible —se dijo a sí mismo—. Ellos no tienen un hijo.
    
    Se encaminó hacia el cuarto donde provenía el llanto, esperando encontrarse un televisor prendido o en el peor de los casos un fantasma. Abrió la puerta, para encontrarse que, en una habitación decorada de manera minimalista, había efectivamente una cuna, con un bebé.
    
    —¿Qué clase de broma dantesca es esta? —preguntó.
    
    Los había estado vigilando por un mes. En ningún momento vio entrar una niñera y ambos partían de su casa por periodos de seis horas al día.
    
    Se puso a revisar la habitación, para poder encontrarle un sentido a esto.
    
    Encontró entonces el acta de nacimiento de la criatura. Sasha Aguirre. Efectivamente el infante regordete, pálido, con el pelo rubio asomándose por su cabeza, que apenas superaba el año de edad era el hijo de los Aguirre.
    
    —¿Qué clase de infeliz deja a su hijo solo por seis horas diarias? —. Dijo Gull—. Y más importante ¿Qué clase de hijo de puta le pone Sasha a su hijo?
    
    Se encontraba ante un gran problema. Jamás había matado a un niño, es algo que no deseaba hacer, inclusive, era una de las condiciones que imponía a la hora de ser contratado como asesino pago. No tomaba casos que involucraran que algún niño pudiera salir perjudicado en la transacción del negocio.
    
    —Tenes que hacer una excepción esta noche. Si no asesinas a este niño, morirá de hambre antes de que alguien se de cuenta que la casa esta deshabitada y esto hará que la policía esté en alerta —dijo la voz en su cabeza de una manera más que convincente.
    
    —No puedo hacer eso —contestó indignado—. Tiene que haber otra alternativa, déjame pensar.
    
    Mientras pensaba en que hacer con la vida del pequeño Sasha, inconscientemente lo alzó en sus brazos para calmar el llanto y lo llevó a la cocina.
    
    Esperaba encontrar comida para bebés, pero lo único que pudo conseguir fue papilla y leche en frasco. No había silla para bebés en la cocina, así que cargo con el bebé hasta el garaje, donde se puso a buscar en las camionetas de ambos una silla donde pudiera sentarlo.
    
    La encontró en el baúl del auto del padre, la llevó hasta la cocina sentó al pequeño y empezó a darle de comer.
    
    —¿Qué mierda crees que estás haciendo? —preguntó la voz en su cabeza.
    
    —¿Qué mierda crees que hago? Le doy de comer —contestó como si se hubiera hecho la pregunta más tonta del mundo.
    
    —Si puedo verlo, estás alimentando a un futuro cadáver —dijo la voz.
    
    —Estuve pensando y seguro puedo dejarlo en algún lugar donde lo encuentre una familia —dijo intentando convencerse de que era una salida más que viable.
    
    —¿Familia en 2018? Estúpido. Ese concepto murió. Hoy en día los únicos que tienen bebés son los adolescentes estúpidos que traen criaturas al mundo a causa de la mezcla de ignorancia y hormonas. La gente de treinta como vos, está sacándose fotos con el celular subiéndola en redes sociales y pensando a quien se van a coger hoy o donde van a ir con su miserable sueldo de vacaciones por catorce días. Nadie va a adoptar a un bebé que dejes tirado en la puerta de su casa.
    
    Su lado racional tenía razón, pero aun así no podía dejar de buscar otras alternativas en su mente. El bebé Sasha lo miraba y le sonreía. No tenia el estomago para matarlo, este había sido su error. Si hubiera investigado bien podría haber actuado un día que el muchacho hubiera estado en otro lugar o haber rechazado el trabajo.
    
    No fue así y ahora sus padres se encontraban en unas heladeras portátiles para hacer un ultimo viaje hasta su tumba acuática.
    
    —De verdad —dijo en voz alta—. ¿Qué clase de infeliz no es capaz de contratar una niñera o llevar a su hijo a lo de algún familiar?
    
    El reloj marcaba las tres de la mañana y las heladeras ya se encontraban arriba de la camioneta del señor Gull, sorprendentemente también el pequeño Sasha ahora rebautizado Max (diminutivo de Máximo) que ocupaba un lugar al lado del acompañante.

    Al encender la camioneta su voz racional volvió a hablarle.
    
    — ¿Qué crees que haces con el bebé en la camioneta?
    —No puedo dejar al pequeño Max acá. Ya veré donde dejarlo
    —¿Max? Estás loco. Su lugar es en el fondo del océano con sus padres y vos perdés el tiempo y arriesgas tu vida, por un bebé—gritó la voz.
    
    David Gull, intentaba no escuchar las quejas de su lado más racional, mientras manejaba por la Avenida de los Trabajadores, camino a la Draga.
    
    Intentaba pensar que persona que el conociera seria capaz de cuidar a Max, pero era imposible. No había nadie en la lista de conocidos con intenciones de criar a un bebé. Además, no sabía que historia inventar para explicar de dónde había salido él pequeño.
    
    Frenó en la estación de servicio, que se encontraba en Juan B Justo y Avenida de los trabajadores, para cargar nafta y comprar cigarrillos. En la televisión, las noticias comentaban sobre el excelente trabajo que hacia la casa del instituto san Antonio María Gianelli para los niños abandonados de la ciudad.
    
    Por un breve instante creyó encontrar la solución al dilema de Max, hasta que su lado lógico habló:  
    
    —Brillante idea Sherlock, dejas al niño en una iglesia y lo mas probable que a los quince años ya allá sido victima del amor de los hombres de dios.
    
    La Iglesia quedaba descartada como opción.
    
    Se subió a la camioneta y decidió poner un playlist de música tranquila. Manejó hasta pasar la base militar y se encontró con el contacto que siempre le daba vía libre.
    
    Estacionó la camioneta en el lugar de siempre y empezó a vaciar las heladeras en el mar.  
    
    Una vez terminada la labor solo quedaba algo por hacer, levantó al pequeño y se acercó al risco.
    
    La caída debería matarlo, solo necesitaba soltarlo.  El bebé le sonreía sin sospechar el destino trágico que estaba acechándole.
    
    —Vamos pequeño Max, dame una señal de que cometo un error si te dejo caer—dijo Gull
    
    El niño seguía sonriéndole. Su lado razonable había ganado, tenia que dejar caer al bebe y lo hubiera hecho sino fuera porque el estéreo empezó a reproducir “Father And Son” de Cat Stevens.
    
    En ese momento se aferró al muchacho y lo llevó de nuevo al auto, su voz racional no tardo en hacerse escuchar:  
    
    —¿Tu señal es una canción que habla de un padre y su hijo? —le preguntó frustrado
    
    — ¿Cómo explicas que sonara justo ahora? —preguntó Gull
    
    —Reproducción aleatoria infeliz.
    
    —Da igual, el niño se queda —dijo decidido.
    
    Y cantando a todo pulmón se alejó de la draga con el pequeño.




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