Era una tarde lluviosa. Mi amigo Alejandro y yo estábamos sentados en el sillón de su pequeña casa ubicada en el bosque Peralta Ramos.
Hablábamos de series y cosas personales, hasta que un ruido nos hizo voltear hacia el ventanal de su comedor. Nos percatamos de que uno de los tres vidrios del ventanal, se había roto.
El daño no había sido producto de un viento fuerte, tampoco de algún granizo (no granizaba) pero, aun así, el vidrio que antes estaba intacto ahora exhibía lo que parecía ser un arañazo. Cómo si una criatura hubiese intentado entrar por ahí, utilizando sus garras.
Alejandro se puso pálido. Se quedó quieto por unos instantes y luego me ofreció café, intentando que yo no me percatara de lo que había pasado.
Sabía porque actuaba así. En una ocasión me confesó que la casa de sus padres estaba embrujada, y él era el único que padeció lo que fue crecer siendo acosado por lo que él llamaba “entidades”.
Las “entidades” le habían hecho la vida imposible. Al punto que, al cumplir trece años, tuvo que elegir entre mentirle a sus padres respecto a lo que veía o ir a un psiquiatra para medicarse.
Algunas noches, se trataba de un hombre pelado con la ropa llena de sangre, que se quedaba parado en la puerta de su pieza. Otras noches, era la figura de una anciana que se sentaba sobre su cama e intentaba quitarle las frazadas. Pero lo peor para él, fue la noche que algo le arrojó un peluche y cuando observó donde había caído el peluche, se encontró algo que no quiso describirme.
Confieso que la primera vez que me lo contó, también creí que estaba exagerando.
Pero con el tiempo la literatura me llevó al punto de querer creer que había algo más de lo que me mostraban mis ojos.
Aprovechando el incidente del vidrio, tomé mi oportunidad para conocer más sobre lo que mi amigo había vivido por más de treinta años.
—Ale —dije, como pidiendo permiso—¿Qué crees que quiso romper el vidrio?
Alejandro, me miró a los ojos estudiándome. Buscando en mis palabras, en mi postura, en mi manera de mirarlo, si había algún atisbo de burla escondida en mi pregunta.
—Él —dijo finalmente, al comprobar que le creía.
—¿El pelado?
—No, es algo peor. Es una bestia.
—¿El pelado?
—No, es algo peor. Es una bestia.
Lo miré incrédulo. Alejandro hablaba con una seriedad pocas veces vista, pero elegí creerle. Quería saber más de la bestia que aquejaba a mi amigo.
—Encima es la segunda vez que hace algo cuando estás vos —dijo Alejandro preocupado.
Al escuchar esto, fui yo quien se puso pálido.
—¿La segunda? —pregunté, intentando que no se notara mi creciente temor.
—Si, la segunda.
—¿Cuándo fue la primera?
—Te acordás que hace unos años, viniste a casa a dormir y dijiste que mi perra te quiso atacar.
—Si, La Pompis.
—¿Cuándo fue la primera?
—Te acordás que hace unos años, viniste a casa a dormir y dijiste que mi perra te quiso atacar.
—Si, La Pompis.
La Pompis, era una perra pequeña de pelo blanco. Simpática y cariñosa, se alegraba siempre que alguien entraba por la puerta. Era el animal más tierno del mundo, pero esa noche, cuando quise cruzar la puerta de la pieza de Alejandro, obligado por la necesidad de ir al baño, me gruñó. Me gruñó de una manera que me aterró. Le chiste, pero eso solo provoco aún más su enojo. El gruñido se hizo más fuerte y corrí a refugiarme bajo las sabanas de la cama que había improvisado en el piso. No me animaba a mirar a la puerta que había dejado abierta. Y temí. Temí que la perra entrara y decidiera atacarme.
Para mi suerte, la pequeña gata de Alejandro, que no veía hace mucho, apareció para hacerme compañía. Me tranquilizó con sus ronroneos, hasta que me quedé dormido.
A la mañana, La Pompis volvió a ser la perra simpática y dulce. Y jamás me volvió a gruñir.
—Si me acuerdo —respondí—. No sé cómo hice para aguantarme las ganas de ir al baño.
—Bueno, Pompis dormía en la planta baja. Y la puerta de la escalera se cerraba —dijo Alejandro. Dejando que, con esa información, mi cabeza hiciera la deducción que para él era obvia.
Me reí involuntariamente. Alejandro se percató que no fue una risa burlona, sino que estaba incómodo.
—¿Por qué no me lo dijiste? —pregunté.
—Eras uno de mis pocos amigos y eras un pibe. No quería asustarte, pero lo vi todo. Vi la bestia al frente tuyo, intentando entrar y los tres gatos que los miraban desde la ventana de mi pieza.
—¿Tres gatos?
—Sí, vos creíste que fue mi gata Flora. Pero Flora había muerto hace un mes.
—No me jodas —dije, bastante nervioso—. Te pregunte de verdad, no para que me tomes el pelo.
—No te jodo. Había tres gatos. Cuando te acostaste, los tres te rodearon. Uno se puso al lado de tus pies, otro encima de tu espalda y otro te acariciaba la cara.
—Eras uno de mis pocos amigos y eras un pibe. No quería asustarte, pero lo vi todo. Vi la bestia al frente tuyo, intentando entrar y los tres gatos que los miraban desde la ventana de mi pieza.
—¿Tres gatos?
—Sí, vos creíste que fue mi gata Flora. Pero Flora había muerto hace un mes.
—No me jodas —dije, bastante nervioso—. Te pregunte de verdad, no para que me tomes el pelo.
—No te jodo. Había tres gatos. Cuando te acostaste, los tres te rodearon. Uno se puso al lado de tus pies, otro encima de tu espalda y otro te acariciaba la cara.
Me quedé helado. Jamás le había dicho a Alejandro los lugares donde sentí a Flora esa noche. Como sentí que la gata parecía moverse a una velocidad increíble, ya que en un abrir y cerrar de ojos, la sentía en distintas partes de mi cuerpo.
La lluvia había cesado. Ya era de noche, y el remis había llegado para buscarme. Me despedí de Alejandro y fui a mi casa.
Al llegar prendí la luz. Ordené un poco y luego me fui a acostar.
Dejé la luz del pasillo prendida.
Alejandro me dijo que intentara no pensar en lo que habíamos hablado, que no intentara recordar lo que pasó.
Fracasé.
Entredormido, empecé a recordar lo que había pasado esa noche. Vi el rostro de la bestia que había atormentado a Alejandro durante toda su vida, y la bestia me miró a mí. con esos ojos grandes y profundos, con ese rostro que parecía ser una máscara de muerte.
La bestia, abrió la boca emitiendo el gruñido que me había paralizado hace más de veinte años. Sentí el olor fétido y lo pude ver en su cuerpo perruno. Era gigante y se movía lentamente desde el pasillo hasta mi pieza, acercándose victoriosamente. Apoyaba sus patas que, al tocar el suelo, producían el mismo sonido que habíamos escuchado con Alejandro en el bosque.
Quería despertar, pero no podía. Tal vez porque no estaba dormido.
Un maullido interrumpió mi trance. Mi gata Mila había saltado a la cama, y me miraba. Miré al pasillo y para mi suerte se encontraba vacío. Había sido todo un sueño.
Respiré profundo, y cerré los ojos.
Mila se acurrucó en mi pecho y se quedó conmigo toda la noche.
Dormí tranquilo al sentir el peso de mi gata en el pecho, sus ronroneos en mi oído y su calor en mis pies.
Si te gustó lo que leíste, te invito a que dejes una: Colaboración para el blog
Toda ayuda económica es más que bienvenida

No hay comentarios:
Publicar un comentario